En la calle Olmedo, justo donde el invierno parece detenerse a fumar un cigarro antes de seguir cubriendo las veredas, se alzaba una casa que nadie recordaba haber visto construir. Era de esas que parecen haber estado allí desde siempre, como las farolas torcidas o los gatos que se adueñan de los techos. La casa de los relojes, la llamaban los vecinos, porque cada una de sus ventanas tenía un reloj distinto. Había relojes de pared, de bolsillo, de cuco. Hasta un reloj digital que, curiosamente, nunca encendía los números.

Los niños decían que los relojes no marcaban la hora, sino los sueños. Los adultos, más prácticos, aseguraban que estaban descompuestos. Pero nadie sabía a ciencia cierta qué pasaba dentro, porque la casa estaba cerrada con un candado tan grande que parecía hecho para un gigante.

Hasta que llegó Mateo.

Mateo tenía nueve años y una habilidad especial para romper cosas, no porque quisiera, sino porque sus manos siempre parecían conspirar con la gravedad. El 22 de diciembre, mientras sus padres discutían sobre el árbol de Navidad (si era muy pequeño, si necesitaba más luces, si las bolas rojas no combinaban con las plateadas), Mateo decidió salir a explorar. La niebla le envolvía los zapatos como un charco vivo, y fue así como acabó frente a la casa de los relojes.

El candado estaba allí, oxidado y amenazante, pero la puerta estaba entreabierta. Mateo, que nunca había sido tímido con los misterios, se deslizó dentro.

La casa era un caos. Los relojes colgaban de las paredes, pero no había tic-tac, solo un silencio pesado, como el de las iglesias cuando nadie mira. En el centro del salón había una mesa redonda, y sobre la mesa, una carta amarillenta. Decía:

«Para quien se atreva a escuchar el tiempo.»

Mateo, que no entendía del todo el mensaje, se sentó a la mesa y esperó. No sabía qué esperaba exactamente, pero algo en el aire le decía que debía quedarse. Entonces sucedió.

Uno de los relojes, un cuco con una figura de madera desgastada, se abrió con un crujido. En lugar del pájaro, salió una especie de nube diminuta, como si el tiempo mismo estuviera bostezando. La nube flotó hasta la mesa y empezó a hablar.

—Llevamos años aquí, atrapados —dijo la nube con voz de anciano.

—¿Atrapados? —preguntó Mateo, sin dejar de observar cómo la nube formaba pequeños remolinos.

—Somos los relojes. Nos olvidaron. Antes, la gente miraba nuestras manecillas para encontrarse a sí mismos. Ahora solo buscan pantallas.

Mateo no sabía muy bien qué responder. La nube continuó:

—Hoy es un día especial. Si nos ayudas, podemos devolverle la magia a la Navidad.

—¿Cómo?

La nube no respondió de inmediato, pero el silencio fue interrumpido por un campanilleo: un reloj de bolsillo empezó a temblar en una esquina. Mateo lo tomó. Dentro del cristal, no había manecillas ni números, solo una diminuta figura de nieve que giraba.

—Debes llevarnos a donde todavía crean en los milagros —dijo la nube—. Allí, los relojes podrán despertar.

Mateo pensó en su barrio. Nadie parecía creer en milagros, y menos en Navidad. Pero recordó algo: la panadería de la esquina, donde la señora Clara, siempre con su delantal manchado de harina, hablaba de la Navidad como si fuera un regalo que nunca se acaba.

—Sé a dónde llevarte —dijo Mateo.

La nube pareció sonreír, aunque era difícil de decir.

Mateo salió de la casa con el reloj de bolsillo en las manos. La niebla parecía haber retrocedido, como si también quisiera ver qué pasaría. Al llegar a la panadería, vio a Clara decorando un escaparate con galletas en forma de estrellas.

—¡Mateo! ¿Qué haces fuera tan tarde? —preguntó ella, dejando de lado una manga pastelera.

—Necesito tu ayuda —dijo el niño, mostrando el reloj—. Es para salvar la Navidad.

Clara, que tenía un corazón más grande que su horno, no dudó en seguirlo. Juntos volvieron a la casa de los relojes. Cuando Clara cruzó la puerta, ocurrió algo maravilloso: los relojes empezaron a moverse. No marcaban la hora, pero cada uno emitía un sonido distinto: campanas, susurros, melodías lejanas.

—Esto es increíble —murmuró Clara.

La nube reapareció, esta vez más grande y luminosa.

—Gracias por traer a alguien que aún cree. Ahora, podemos devolver el tiempo a su lugar.

Mateo y Clara vieron cómo la nube se dividía en cientos de pequeñas luces, cada una entrando en un reloj distinto. Uno por uno, los relojes comenzaron a girar, marcando las horas, pero también algo más. Clara sintió un calor especial en el pecho, como si recordara todas las Navidades de su infancia. Mateo pensó en su familia, en el árbol que seguramente seguían decorando, y en lo bien que se sentiría volver a casa.

—La magia de la Navidad no está en los regalos ni en las luces —dijo la nube, ahora casi desvanecida—. Está en compartir el tiempo.

Cuando salieron de la casa, el candado volvió a cerrarse, pero esta vez no parecía amenazante, sino protector, como un abrazo que guarda un secreto. Mateo y Clara caminaron juntos hasta la panadería. La nieve comenzaba a caer.

Esa noche, en todo el barrio, los relojes que llevaban años parados comenzaron a funcionar. Nadie supo explicar cómo, pero todos dijeron que se sintió algo especial, como si el tiempo mismo hubiese decidido darles una segunda oportunidad.

En casa, Mateo encontró a sus padres abrazados frente al árbol, riéndose de lo torcidas que habían quedado las luces.

—¿Dónde estabas, pequeño? —preguntó su madre.

—Salvando la Navidad —respondió Mateo con una sonrisa.

Y aunque nadie entendió del todo lo que quiso decir, esa Navidad fue la más feliz que recordaron.


©Sandra de Oyagüe


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