La literatura ha sido, desde sus orígenes, un terreno fértil para los sueños. Ya Homero nos presentó visiones oníricas enviadas por los dioses; Shakespeare convirtió los sueños en una metáfora del deseo y el engaño, y los románticos vieron en ellos una vía de escape al racionalismo. Pero fue en el siglo XX cuando algunos escritores comenzaron a tomarse los sueños no solo como material simbólico, sino como método directo de creación. ¿Qué ocurre cuando se intenta escribir lo soñado? ¿Qué límites separan la escritura consciente del automatismo, la voluntad del desvarío?
El sueño como semilla narrativa
Algunos de los relatos más perturbadores, poéticos o visionarios de la literatura tienen su origen en un sueño. Mary Shelley soñó con un científico que daba vida a una criatura monstruosa: así nació Frankenstein. Robert Louis Stevenson escribió El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde a partir de una pesadilla. Kafka anotaba sueños en sus diarios con una precisión que resulta casi quirúrgica. En todos estos casos, el sueño no es solo un punto de partida, sino una atmósfera: lo que se escribe mantiene la lógica flotante, ambigua, contradictoria y a veces terrorífica de los paisajes oníricos.
En el caso de La invención de Morel (1940), de Adolfo Bioy Casares, no se trata exactamente de un sueño personal, pero sí de una estructura que desafía el tiempo, la identidad y la percepción, en un espacio cerrado que bien podría emular la lógica onírica. Borges, que prologó la novela, la definió como «perfecta», y es justamente su cualidad de pesadilla lúcida —donde lo irreal se sostiene con coherencia matemática— lo que la hace inquietante y memorable.
Los surrealistas y el automatismo psíquico
Fue André Breton quien, en su Manifiesto Surrealista (1924), propuso una forma radical de escritura: el automatismo psíquico puro, una técnica por la cual el escritor debía dejar que las palabras brotaran sin intervención del pensamiento racional, «en ausencia de todo control ejercido por la razón y fuera de toda preocupación estética o moral». Esta escritura automática pretendía abrir una puerta al inconsciente, tal como lo hacían los sueños.
Louis Aragon, Philippe Soupault o Paul Éluard practicaron esta escritura como una forma de revelación, y aunque los resultados fueron desiguales —a veces caóticos, otras veces iluminadores—, abrieron una veta que la literatura no había explorado con tanta radicalidad. El automatismo intentaba imitar la deriva del pensamiento en estado de duermevela, ese flujo en que las palabras no siguen la lógica de la vigilia, sino una más profunda, arbitraria, asociativa.
Transcribir lo soñado
Muchos autores han intentado apuntar lo soñado nada más despertar. Pero ¿qué se pierde y qué se gana en esa traducción? El escritor francés Michel Leiris, en Aurora, intentó registrar sus sueños como una forma de autobiografía involuntaria. El resultado es un texto en que lo fragmentario se convierte en poética.
En otro registro, Georges Perec, obsesionado con la memoria y el detalle, anotó 124 sueños durante los años setenta en La boutique obscure. Lejos del surrealismo puro, Perec se interesa por la manera en que lo onírico se mezcla con el lenguaje cotidiano, las obsesiones banales, los errores de la memoria. ¿Es posible escribir un sueño sin distorsionarlo? ¿Es un sueño narrable?
Literatura onírica y sus paradojas
El gran problema de la literatura onírica es que el sueño, por definición, carece de un lector interno: es experiencia sin destinatario. Cuando se convierte en literatura, entra en conflicto con las exigencias de forma, ritmo y sentido. Los escritores deben elegir entre conservar la incoherencia o someterla a un relato comprensible.
Algunos, como Julio Cortázar, jugaron con este límite. En cuentos como “La noche boca arriba”, el sueño invade la vigilia y viceversa, hasta que el lector pierde pie. Otros, como Nathalie Sarraute o incluso Daniil Kharms, construyeron fragmentos donde la lógica se disuelve como en una ensoñación. El resultado no siempre es narrativo en el sentido tradicional, pero sí intensamente literario.
Soñar con los ojos abiertos
Hoy, en tiempos de escritura acelerada y estructuras de mercado, la literatura onírica parece un lujo, un desvío, un viaje al margen. Pero sigue siendo un recordatorio: no todo lo valioso debe ser lógico. El sueño, como la poesía o el arte abstracto, nos permite salir de la linealidad. Nos muestra otra manera de pensar, de mirar, de escribir.
Y a veces, en medio de un estado hipnagógico, en ese instante en que una frase emerge de la nada y uno se apresura a anotarla en una libreta, puede surgir una línea que no se parece a nada que hayamos escrito antes. Una línea que viene de algún lugar que no controlamos. Como si nos la dictara alguien que solo habla mientras dormimos.
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Muy interesante. Bien escrito. Felicitaciones.
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