Hay libros que no solo se leen: se sienten, se viven un poco, y al cerrarlos te dejan como si acabaras de tener una conversación larga, honesta y necesaria. Así me pasó con No dejar que se apague el fuego, de Miriam Toews. Llegó a mí con la promesa de ternura, y terminó siendo uno de esos libros que te remueven con suavidad, sin golpes bajos, pero con una verdad que se instala.
La historia está contada por Swiv, una niña de nueve años que escribe una carta larguísima a su padre ausente. Pero más que una carta, es un desahogo, un intento por ordenar su pequeño mundo, un ejercicio de comprensión en medio del caos cotidiano. Swiv vive con su madre —una actriz embarazada, un tanto explosiva y agotada— y con su abuela —una mujer frágil físicamente pero con una vitalidad arrolladora—. Las tres forman una especie de matriarcado entrañable, lleno de contradicciones, ternura y un humor que se cuela incluso en los momentos más duros.
Lo que más me tocó es cómo Toews logra meterse en la cabeza de una niña sin infantilizarla, y a la vez sin quitarle esa mirada directa, a veces brutalmente honesta, que tienen los niños cuando observan el mundo sin filtros. Swiv no siempre entiende lo que pasa a su alrededor, pero eso no le impide narrarlo. Y lo hace con una mezcla de ironía, miedo, amor y sentido común que te atrapa desde el principio.
“Peleamos por encontrar alegría en lo que tenemos. Eso es lo que hacemos: peleamos por la alegría.”
— No dejar que se apague el fuego
El título no podría estar mejor elegido. Estas tres mujeres, cada una desde su herida, desde su agotamiento o su esperanza, se niegan a dejar que se apague el fuego: ese fuego que puede ser el amor, el cuidado mutuo, la capacidad de reírse incluso en medio del desastre. No se trata de idealizar la maternidad, ni la vejez, ni la infancia. Se trata, más bien, de mostrar cómo lo humano persiste: con fallos, con cicatrices, con contradicciones, pero también con gestos de una ternura inesperada.
Narrativamente, la novela es también un ejercicio de sutileza. Está escrita en forma epistolar, pero no se siente artificial. Toews tiene una capacidad muy fina para alternar lo trágico con lo cómico, para construir escenas memorables a partir de lo cotidiano. Hay frases cortas, silencios que duelen, observaciones que descolocan y hacen reír al mismo tiempo. El ritmo de la prosa fluye con la naturalidad de una mente infantil que va saltando de un pensamiento a otro, y eso le da a la novela una frescura constante.
La abuela es, quizás, el personaje más inolvidable. Está enferma, sí, pero es la que da clases de vida a su nieta con un entusiasmo conmovedor. Hay en ella una filosofía del «seguir adelante» que no es ingenua ni voluntarista: es profundamente humana. Y ese espíritu impregna toda la novela. Aunque se hable de duelo, de salud mental, de pérdidas y de abandono, el libro nunca se rinde al dramatismo fácil. Está lleno de dolor, pero también de luz.
No dejar que se apague el fuego es una novela breve, pero intensa. De esas que lees rápido pero que se quedan contigo. Me hizo pensar en mi propia familia, en esas mujeres que se han sostenido entre sí cuando todo parecía venirse abajo. Me hizo reír, me conmovió, y me dejó con ganas de releer a Toews, o de simplemente sentarme a escribirle una carta a alguien que hace tiempo no escucha lo que siento.
Si buscas una novela que equilibre emoción y humor, que hable con honestidad sobre lo que significa cuidar (y ser cuidada), y que lo haga con una voz narrativa potente y entrañable, este libro es para ti.
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