No sé qué me pasa en estas Navidades que me da por escribir relatos. Estas fiestas son toda una inspiración. Y además tenía ideas y tramas apuntados que no fueron redactadas.


La nieve caía con suavidad sobre el viejo caserón en lo alto de la colina. Sara estacionó su coche junto a los otros ya aparcados y apagó el motor. Durante un instante, todo se quedó en silencio, excepto el crujido del viento que barría la ladera.

—¡Llegamos! —anunció, intentando sonar alegre.

Pero el entusiasmo era más fingido que real. Aunque la idea había sido suya—pasar la Navidad con sus amigos en un lugar remoto, lejos del bullicio de la ciudad—la casa que había alquilado tenía algo inquietante. Quizás era el tejado inclinado, como si vigilara; o las ventanas oscuras, que parecían ojos hundidos. Fuera lo que fuese, algo en su corazón le decía que esto había sido un error.

—¡Por fin! —gritó Marcos, bajando del coche de un salto. —Pensé que nunca llegaríamos.

Damián y Paula salieron también, cargando bolsas y regalos. El aire era helado, y el aliento de todos formaba nubes en la penumbra. La luz del porche estaba encendida, parpadeando ligeramente.

—¿No parece un poco… siniestra? —murmuró Paula, estrechando el abrigo contra su cuerpo.

—¡Bah! Es solo una casa vieja. Seguro que tiene más de cien años. Es perfecta para una Navidad diferente —dijo Damián, siempre el optimista.

Sin embargo, cuando todos cruzaron la puerta, una sensación de frialdad los envolvió. La casa estaba decorada con todo lo que Sara había pedido: luces de colores que parpadeaban como diminutas estrellas, un árbol de Navidad en el salón, coronas de muérdago en las puertas. Pero algo no cuadraba. Las luces parpadeaban demasiado rápido, como si se comunicaran en un idioma secreto. El aire dentro de la casa era denso, cargado con un olor a madera vieja y algo más, algo agrio y metálico.

—¿No creen que las luces son un poco raras? —preguntó Paula, mirando el árbol. Las guirnaldas parecían moverse, como si estuvieran vivas.

—Es la electricidad antigua —dijo Damián con una sonrisa forzada. —No hay que preocuparse.

Pero a medida que avanzaban las horas, la casa comenzó a mostrar su verdadera cara. Primero fueron los adornos del árbol: los pequeños duendes y renos de cerámica parecían cambiar de posición cada vez que alguien apartaba la vista. Sara fue la primera en notarlo, pero no dijo nada.

Luego llegó la música. Una suave melodía navideña comenzó a sonar desde ningún lugar en particular. «Silent Night», tocada con una caja de música que nadie recordaba haber traído. Aún así, todos intentaron ignorarlo. “Es solo el viento”, dijo Damián. Pero Paula ya no sonreía. Marcos bromeó que debían estar en un episodio navideño de Stranger Things.

La verdadera pesadilla empezó en la madrugada. Sara se despertó con un ruido. Algo como un susurro, seguido de un golpe seco. Miró el reloj: las 2:13 a.m. Se levantó, tratando de ignorar el miedo que subía por su garganta. En el pasillo, las luces navideñas seguían encendidas, pero ahora parpadeaban al unísono, como si alguien las estuviera controlando. Lentamente, avanzó hacia el salón.

Cuando llegó, vio el árbol. Las luces formaban palabras. Claras, legibles:

¡SAL DE AQUÍ!

Sara se quedó paralizada. Los adornos del árbol habían cambiado otra vez. Ahora, los duendes tenían expresiones retorcidas, sus bocas abiertas en gritos silenciosos. Retrocedió, pero tropezó con algo. Cuando miró hacia abajo, vio uno de los regalos. El papel estaba rasgado, y dentro había una fotografía en blanco y negro de ella misma, pero más joven. Estaba en un jardín, y detrás de ella se veía la casa. Esta casa.

—Sara… —susurró una voz, tan cerca que pudo sentir el aliento helado en su oreja.

Se giró, pero no había nadie. Las luces se apagaron todas a la vez.

Y entonces, la casa empezó a cantar.

La melodía del terror

La voz no era humana. Era una mezcla de notas disonantes, como si los muros mismos estuvieran gimiendo. El «canto» llenaba la casa, resonando en cada habitación, cada rincón. Sara retrocedió tambaleándose y chocó contra el marco de la puerta. Su respiración era rápida, entrecortada.

Desde el piso de arriba, un grito perforó el aire. Era Paula.

Sara corrió escaleras arriba, sus pies golpeando los peldaños de madera. La música seguía, pero ahora sonaba más fuerte, como si la casa estuviera disfrutando del caos. Cuando llegó al cuarto de Paula, la puerta estaba abierta de par en par. Dentro, la cama estaba vacía, pero las sábanas estaban hechas un lío, como si alguien hubiera luchado por liberarse.

—¡Paula! ¿Dónde estás? —gritó, sintiendo las lágrimas quemarle los ojos.

Un ruido sordo atrajo su atención hacia el armario. La puerta se movía, golpeando lentamente contra el marco. Sara dio un paso hacia adelante, su cuerpo temblando. Abrió el armario de un tirón. Dentro no había nada, solo ropa colgando. Pero al fondo, en la pared interior, había algo escrito con lo que parecía ser sangre:

«UNO A LA VEZ.»

El grito de Marcos resonó desde el salón.

El final del juego

Sara bajó corriendo las escaleras, sintiendo que sus piernas podrían fallarle en cualquier momento. El salón estaba vacío, pero el árbol seguía brillando. Las luces habían dejado de parpadear y ahora formaban una figura: una silueta humana, alta y delgada, que parecía moverse en el aire mismo.

—¿Marcos? —llamó, su voz apenas un susurro.

Algo se movió en su visión periférica. Cuando giró la cabeza, vio a Damián parado junto a la ventana. Estaba inmóvil, con los ojos abiertos y la boca ligeramente entreabierta. Una mano invisible parecía sujetarlo por el cuello. Sara se acercó lentamente, pero antes de que pudiera llegar, Damián cayó al suelo como un muñeco roto.

La música volvió, esta vez más fuerte que nunca. El árbol comenzó a incendiarse, pero el fuego no quemaba; las llamas eran negras y frías, y se extendían hacia las paredes. Sara sintió una presión en su pecho, como si la casa estuviera cerrándose sobre ella.

—Por favor… —susurró, cayendo de rodillas.

De repente, todo se detuvo. El silencio fue tan absoluto que dolió. Sara levantó la vista. Estaba sola en el salón. No había llamas, no había música. Sólo el árbol, intacto, y los regalos a sus pies.

Uno de los paquetes estaba abierto. Dentro había un espejo. Cuando Sara se miró, no vio su reflejo. En su lugar, vio a Paula, Marcos y Damián, atrapados, golpeando el cristal desde el otro lado.

Una risa suave resonó en la habitación. No venía de ninguna parte y, al mismo tiempo, de todas partes.

Las luces parpadearon una vez más y se apagaron.

Epílogo

Días después, un grupo de excursionistas encontró la casa. Estaba vacía, cubierta de nieve y completamente desierta. En el salón, había un árbol de Navidad aún encendido, y frente a él, un espejo con huellas de manos en su superficie.

De Sara y sus amigos, nunca se volvió a saber.

©Sandra de Oyagüe


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