A Julio se le ocurrió pegar en el ascensor un cartel muy convincente:
“Por obras urgentes, el edificio quedará SIN AGUA desde hoy a las 12:00 hasta nuevo aviso. Disculpen las molestias.”
Lo firmó con un falso sello de la comunidad y todo. Día de los Inocentes. Sencillo. Elegante.
A las once y media ya estaba conteniendo la risa.
A las doce menos cinco, el caos.
La vecina del quinto subía garrafas como si se preparara para el apocalipsis. El del primero gritaba por el hueco de la escalera que alguien había llenado la bañera “por si acaso”. En el cuarto discutían porque uno se había duchado cinco veces seguidas “antes del corte”.
A las doce en punto, alguien llamó a la puerta de Julio.
Era el presidente de la comunidad. Detrás, el fontanero. Y detrás del fontanero, media escalera.
—¿Tú has puesto este cartel? —preguntó el presidente, enseñándolo como una prueba judicial.
Julio sonrió.
—Inocentada.
Nadie rio.
—Hemos llamado al seguro —añadió el presidente—. Y al fontanero. Y a la empresa del agua.
El fontanero carraspeó.
—Yo cobro aunque no haya avería.
En ese momento, como si el universo tuviera sentido del timing, alguien tiró de la cadena en algún piso… y el agua dejó de correr.
Silencio absoluto.
El fontanero levantó una ceja.
—Pues parece que ahora sí hay problema.
Resultó ser una avería real, ajena a la broma, que dejó al edificio sin agua durante veinticuatro horas.
Desde entonces, cada vez que Julio entra en el ascensor, alguien pregunta:
—¿Hoy tenemos luz? ¿Gas? ¿Oxígeno?
Julio ya no hace inocentadas. Pero el edificio sí: le recuerdan la suya todos los días.
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