Una distopía contada desde la obediencia y la degradación

Hay lecturas que incomodan no por lo espectacular de su distopía, sino por la serenidad con la que sus personajes aceptan el horror. Nación Vacuna , de Fernanda García Lao, apuesta por ese ángulo: no seguimos a un rebelde ni a un héroe contracorriente, sino a un hombre que forma parte del aparato estatal y que narra, en primera persona y en tiempo presente, su participación en un proyecto tan absurdo como monstruoso.


El narrador, Jacinto Cifuentes, es un funcionario aplicado, acostumbrado a obedecer sin cuestionar. Su misión consiste en colaborar en la “recolonización” de unas islas arrasadas tras una guerra—un territorio que recuerda, sin demasiados esfuerzos, a heridas históricas que todos reconocemos. Antes de entrar en el servicio público trabajaba como carnicero, y esa antigua ocupación, que aparece una y otra vez, funciona como un recordatorio simbólico del tipo de tarea que ahora desempeña: manipular cuerpos al servicio de una idea delirante de patria.

Toda la narración está atravesada por una atmósfera de degradación constante. No hay estallidos de violencia explícita; lo que domina es una violencia de fondo, insinuada, de la que apenas se habla pero que impregna gestos, ambientes y relaciones personales. Los vínculos afectivos son fríos, casi clínicos. Jacinto mantiene encuentros sexuales marcados por la prisa, la suciedad y un deseo agotado, como si la libido hubiera quedado reducida a un trámite más dentro de la maquinaria estatal. Lejos de cualquier intimidad o calor humano, la sexualidad en la novela es un eco más de la miseria emocional en la que todos los personajes están sumidos.

Técnica literaria: el lenguaje como bisturí

Uno de los logros más impresionantes de Nación Vacuna está en su uso del lenguaje. García Lao escribe con una precisión quirúrgica: cada palabra parece colocada con la exactitud de un instrumento de medición. No sobra ni falta una sílaba. El ritmo es controlado, casi musical, como si la autora marcara con un metrónomo el flujo de la prosa. Esta precisión convierte la lectura en una experiencia que se disfruta aún más en voz alta, porque la cadencia y la textura del texto revelan una arquitectura interna muy cuidada.

La autora despliega un abanico amplio de recursos retóricos: metáforas afiladas, imágenes inesperadas, comparaciones que interrumpen la aparente neutralidad del tono burocrático, personificaciones que dotan de vida y amenaza a aquello que, en apariencia, debería ser neutro. El resultado es un estilo denso, rico, lleno de pliegues, que invita a detenerse, a subrayar, a volver atrás. No es una narración rápida: es una prosa que se saborea.

Ese trabajo estilístico no es decorativo: refuerza la sensación de que todo está descompuesto, de que los personajes se mueven dentro de un engranaje que los deforma. El lenguaje, lejos de ser un instrumento transparente, se convierte en una señal constante de que algo ha sido corrompido desde su raíz.

El malestar como núcleo narrativo

La novela sacude porque no busca la épica de la resistencia, sino la inquietud de la aceptación. La distopía no se muestra como una aberración lejana, sino como una continuidad lógica de un país que ha normalizado la obediencia y la deshumanización. Jacinto no es un héroe ni un traidor: es un trabajador más dentro de un sistema que se alimenta de voluntades mermadas. Ese punto de vista convierte la lectura en una experiencia perturbadora.

Nación Vacuna es breve, intensa y memorable. Una historia donde el cuerpo es mercancía, el lenguaje es control y el Estado actúa como un devorador silencioso. La técnica de García Lao—su precisión, su ritmo, su capacidad para construir imágenes poderosas—hace que cada página pese más de lo que su extensión sugiere.

Una novela recomendada para lectores que disfrutan de distopías políticas sin concesiones, narrativas que exploran la violencia desde lo simbólico y textos donde la forma es tan significativa como el fondo.


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