Mandíbula, de Mónica Ojeda (Candaya, 2018), es uno de esos libros que se experimentan. Desde las primeras páginas, la novela se impone como una presencia física, una voz que respira en la nuca, que te susurra algo que no quieres oír pero no puedes dejar de escuchar. Leer a Ojeda no es entrar en una historia de miedo: es entrar en el miedo mismo, en su textura, en su respiración.
Lo primero que me fascinó fue su atmósfera. La novela se abre con una escena que parece salida de un sueño febril: una adolescente, Fernanda, despierta atada en una cabaña, secuestrada por su profesora de Lengua y Literatura, Miss Clara. Desde esa imagen —tan brutal, tan desconcertante—, la autora despliega una red de voces y tiempos narrativos que se entrelazan como una pesadilla hecha de recuerdos, oraciones y gritos contenidos.
No hay una sola forma de contar Mandíbula. Es una historia sobre el miedo, pero también sobre la educación sentimental, la herencia de la violencia y la construcción de la identidad femenina en un entorno donde la represión se disfraza de virtud. Ojeda toma el arquetipo de la “niña buena” —obediente, devota, callada— y lo coloca frente a su espejo oscuro. Allí aparecen la furia, el deseo, la fascinación por lo prohibido.
Las adolescentes del abismo
Fernanda y sus amigas estudian en un colegio católico de clase alta, en una sociedad donde la apariencia pesa más que la verdad. Pero debajo de esa superficie ordenada late un universo secreto: las chicas se reúnen a escribir creepypastas, relatos de terror inspirados en el folclore de Internet, y a practicar rituales que combinan lo religioso con lo profano.
Esas escenas, que podrían parecer un simple juego adolescente, se convierten en algo más inquietante: una búsqueda espiritual deformada, una manera de explorar el miedo como forma de libertad. Mónica Ojeda capta con una precisión asombrosa ese momento de la vida en que el miedo y el deseo se confunden, en que lo siniestro se vuelve una forma de afirmación.
En ese sentido, Mandíbula habla de una adolescencia salvaje, voraz, donde las chicas intentan morder el mundo antes de que el mundo las devore. De ahí el título: la mandíbula como símbolo de lo que muerde, de lo que calla, de lo que tritura y transforma.
La profesora y la hija perdida
Miss Clara, la secuestradora, es uno de los personajes más complejos de la novela. Su vínculo con Fernanda oscila entre la devoción, la culpa y la locura. A través de sus monólogos conocemos su infancia marcada por el fanatismo religioso, su miedo al pecado y su necesidad de redención. Hay algo profundamente trágico en ella: una mujer rota por dentro, que intenta recuperar su fe a través del control y la violencia.
Ojeda no busca justificarla, pero tampoco la condena: la muestra como un espejo distorsionado de sus alumnas, una figura maternal que encarna los miedos que intenta expulsar. La relación entre ambas se convierte en una alegoría del poder, del deseo y del castigo.
Lenguaje, cuerpo y horror
Uno de los mayores logros de Mandíbula es su prosa hipnótica y poética. Ojeda escribe como si estuviera invocando algo: cada frase tiene un pulso interno, un ritmo que mezcla belleza y espanto. El texto está lleno de imágenes físicas —dientes, bocas, lenguas, serpientes— que funcionan como símbolos del deseo reprimido y del miedo al cuerpo.
Hay pasajes en los que la autora se adentra en el lenguaje como si fuera carne: lo descompone, lo hace sangrar. El terror, en Ojeda, no se limita a lo narrativo; también es una cuestión de forma, de sonido, de respiración. Leerla es sentir que las palabras pueden doler.
Esa dimensión corporal del lenguaje conecta a la novela con autoras como Mariana Enríquez o Samanta Schweblin, pero Ojeda va un paso más allá: convierte el miedo en una experiencia estética y teológica. El horror no solo proviene de los monstruos —porque aquí no hay monstruos, solo humanos desbordados por el miedo—, sino del propio deseo de entender lo inexplicable.
El miedo como herencia
A medida que la novela avanza, el miedo se revela como un legado familiar. Las madres temen a las hijas, las hijas temen a sus cuerpos, los cuerpos temen a Dios. Todo está atravesado por una violencia heredada, transmitida como una oración o una maldición.
Leer Mandíbula es mirar de frente esa herencia. No desde el morbo, sino desde la lucidez. Mónica Ojeda logra algo que pocas escritoras consiguen: convertir el terror en una forma de pensamiento, en un espejo donde se reflejan las grietas de una cultura que enseña a las mujeres a tener miedo de sí mismas.
Lo que queda después de leerla
Cuando terminé la novela, tuve la sensación de que había atravesado un bosque de voces. Mandíbula no busca resolver, ni explicar, ni ofrecer una catarsis. Es un texto que te perturba con su belleza y te deja pensando en los miedos que habitan tu propia memoria.
Creo que lo más fascinante de Mónica Ojeda es su capacidad para hacer del miedo un lenguaje de lo femenino. En su escritura hay algo de rito, de confesión y de venganza. Sus personajes no solo gritan: escriben, imaginan, se inventan monstruos para sobrevivir a los reales.
Conclusión: la belleza del miedo
Mandíbula es, sin duda, una de las novelas más intensas de la narrativa latinoamericana reciente. No es una lectura fácil ni cómoda —no pretende serlo—, pero sí necesaria. Ojeda nos invita a mirar el miedo de otro modo: no como debilidad, sino como una forma de conocimiento y de resistencia.
Su prosa tiene la potencia de lo orgánico: duele, late, respira. Y cuando cierra la mandíbula, cuando finalmente muerde, ya es demasiado tarde: estamos dentro.
Descubre más desde El baúl de Xandris
Suscríbete y recibe las últimas entradas en tu correo electrónico.
