Desde tiempos antiguos, la noche de Halloween ha sido un territorio consagrado a los relatos de miedo. Entre sombras y luces temblorosas, las voces humanas han buscado exorcizar sus temores contando historias: en torno a un fuego, bajo la lluvia, en las casas donde el viento parece hablar. Narrar el horror ha sido siempre una forma de convocarlo y, al mismo tiempo, de domesticarlo.

En esta tradición se inscribe Ella, (de Juan José Gil y cedido por él para está ocasión), un cuento que bebe de la atmósfera gótica clásica y de esa inquietud que se adhiere a las paredes de lo cotidiano. Una historia para leer a la luz tenue, cuando el silencio se vuelve demasiado profundo y sentimos que algo —o alguien— podría responder si lo interrumpimos.


Ella

I

Una noche más comienzan las pesadillas que me atormentan, y es entonces cuando el fantasma de una dama de blanco, de piel lechosa y carne fría, me castiga con su visita. Cuando su presencia se hace sentir, la mecedora de mi habitación comienza a moverse sola, haciendo crujir el suelo de madera. Al principio es un sonido suave, casi inaudible, pero luego se vuelve más fuerte, hasta desgarrarme los oídos. La dama se deja caer lentamente sobre la mecedora, y el ritmo del vaivén parece marcar los latidos de un corazón que ya no tengo.

Siento como me observa a través de sus cuencas vacías, y en esa nada, por un instante, me reconozco a mí mismo. La verdad es que nunca estuve solo en la habitación. Ahora solo quiero que deje de susurrarme. Pienso que a veces la mente imagina monstruos, para no verse al espejo y creer que eres uno de ellos. Así que cuando ella desaparece, su vacío se queda conmigo, y vuelvo a mi otro ritual.

Soy Jack Shepard, médico psiquiatra. Manipulo la mente de mis pacientes para que cometan delitos. En las sesiones de hipnosis proyecto grabaciones perturbadoras que utilizo para conseguir que el paciente crea ser un asesino. A pesar de que sé que estoy creando monstruos, no puedo parar.

Todos tenemos algo secreto que esconder y lo disfrazamos cada día de la mejor manera posible para seguir con nuestras vidas. Siempre me he ocultado detrás de una máscara y en las sesiones con mis pacientes era el único momento en que podía dejarla a un lado. Ahora estoy en una de esas sesiones. El paciente no imagina que, esta vez, el monstruo no será él.

II

El reloj del consultorio marca las tres. Afuera las nubes absorben la luz y el aire se vuelve más denso, como si alguien hubiera exhalado su último aliento. Frente a mí, el paciente respira con dificultad. Sus párpados tiemblan mientras cae en trance. Presiono el reproductor, y el arrastre de la cinta rompe el silencio. Un murmullo emerge de los altavoces, apenas audible al principio.

Son las voces de mis antiguos pacientes, aquellos que ya no están. Sus palabras se superponen, se deforman. Entre los susurros reconozco súplicas y gritos ahogados que piden una ayuda que no puedo ofrecer. Hay una respiración que no pertenece a ninguno de ellos.

—Concéntrate en la voz —le digo.

El cuerpo del hombre se tensa. Sus manos se aferran al sillón, entre la defensa y el terror. De pronto, su voz cambia: se vuelve más profunda.
—Ella está aquí —dice sin abrir los ojos.

Siento un escalofrío recorrer mi espalda. Miro al rincón, donde está la mecedora. Está quieta… pero su sombra no. Se balancea despacio, como si alguien invisible la ocupara.

—¿Hay alguien más aquí? —pregunto, intentando contener el temblor.

Una sonrisa ajena se dibuja en el rostro del paciente.
—La dama dice que tú también eres suyo.

El sonido de la cinta se distorsiona. Suena un clic seco. Un suspiro profundo, casi humano, brota del altavoz. El aire se enfría. La mecedora cruje.

III

Esa noche no logré conciliar el sueño. Me refugié entre las sábanas; mi mente seguía atrapada en la sesión de aquella tarde. La frase del paciente resonaba sin descanso, repitiéndose con una voz que no le pertenecía:
“La dama de blanco dice que tú también eres suyo.”

Por un instante, creí escuchar el eco de esas palabras arrastrado por el viento que se filtraba por la ventana. Pensaba en la dama de blanco mientras mis dudas se arremolinaban como un torbellino. ¿Era mi mente la que jugaba conmigo a través de ella? ¿O era su presencia real, manifestándose en la mente de mis pacientes?

Giré la vista hacia la mecedora. Estaba quieta. La penumbra la envolvía, pero juraría que el aire a su alrededor se movía, como si alguien respirara en el silencio. Apreté los párpados intentando desechar la idea. En la oscuridad, escuché el breve chasquido del reproductor de cintas sobre el escritorio. No recordaba haberlo encendido.

Una voz surgió, débil pero clara:
—Jack…

Mi respiración se aceleró. Quedé paralizado. La cinta seguía girando a pesar de no haber ninguna grabación dentro. Sonó un clic seco, como si alguien hubiera pulsado el “Stop”. Comprendí que no era yo quien conducía la sesión.

IV

Incapaz de dormir, me levanté y fui al despacho. Encendí la lámpara. Las paredes estaban cubiertas de estanterías repletas de libros de psicología, anatomía y enfermedades raras. En uno de los módulos de la librería estaban las cintas grabadas de mis pacientes: ordenadas por nombre, fecha y diagnóstico.

Las había escuchado cientos de veces, pero esa noche algo me empujaba a volver a hacerlo. Me serví una copa de brandy para calmar los nervios —siempre me había ayudado, sobre todo si la botella era de un Jaime I—. Decidido, coloqué una cinta cualquiera y presioné “Play”.

Durante un rato solo escuché mi propia voz calmada, profesional, guiando al paciente en la hipnosis. Luego, el tono cambió. La respiración se aceleró. Entre los murmullos emergió una voz femenina, casi inaudible.

Me incliné hacia el altavoz.
—Jack…
Otra vez esa voz. La misma palabra.

Retrocedí la cinta. Esta vez no se oía la voz, pero sí una risa aguda, inquietante, como si saliera del fondo de un pozo. Sentí un nudo en el estómago. Nervioso revisé otra cinta. Y otra. En todas aparecía lo mismo: un murmullo entremezclado con la voz del paciente, una presencia que no estaba allí al grabarlas.

Vi una cinta sin etiqueta. Solo una palabra escrita a mano en tinta roja: Ella. Dentro del estuche, un nombre: Eloise. No recordaba haber tenido nunca una paciente con ese nombre. ¿Quién grabó la cinta entonces?

La sostuve entre los dedos. La superficie estaba caliente, como si alguien la hubiera usado hacía apenas unos minutos. La coloqué en el reproductor y presioné “Play”.

Al principio, solo se oía estática, un rumor que se confundía con los latidos de mi corazón. Luego, entre el ruido, emergió una voz:
—Jack… ¿me recuerdas?

El aire se volvió espeso. Reconocí aquella voz. Era la misma voz que acompañaba al espectro que me visitaba cada noche y que me atormentaba con su sonata de mecedora viviente.
—Eloise… —murmuré.
—Dijiste que me curarías. Dijiste que podía confiar en ti.
—Intenté ayudarte —respondí, aunque no sabía si hablaba con ella o conmigo.
—Me dejaste sola.

La cinta siguió girando. La voz se quebró en un sollozo. Pero cuando el sonido se repitió, comprendí lo imposible: la voz era la mía.

Retrocedí unos segundos. Escuché de nuevo. Sí. Era mi voz imitando la suya, distorsionada, desdoblada.

Mis manos temblaban. Abrí el archivo de pacientes en el ordenador. Busqué su nombre. Nada. Ni Eloise. Ninguna mujer suicida, ni caso similar. Solo notas dispersas, incoherentes, todas firmadas con una misma rúbrica en rojo: Ella.

Me giré hacia la mecedora. Se movía sola, lentamente, con ese crujido familiar.
—No existes… —susurré.

El sonido del stop me interrumpió. El carrete dejó de girar. La cinta sonaba vacía, un murmullo sin sentido, sin embargo, yo seguía oyendo mi nombre entre los ruidos.
—Jack…

Justo antes del silencio final, escuché una última frase, algo parecido a una sentencia pronunciada con mi propia voz:
—No, Jack… el que no existes eres tú.

V

Al amanecer me encontraron dormido en la mecedora, con los auriculares puestos. Dicen que la cinta está vacía. Dicen que nunca hubo una paciente llamada Eloise.

Pero cuando cierro los ojos, sigo escuchándola.
Y, a veces, cuando hablo… su voz sale antes que la mía.
Ella no me odiaba, me comprendía.

© Juan José Gil Sánchez


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