La historia de Cicatriz (Anagrama) comienza en un espacio intangible: un foro literario en internet. Allí se conocen Sonia y Knut, dos personajes que, sin tocarse nunca, establecen un vínculo tan profundo como perturbador. Él le envía regalos: libros, objetos, prendas… todos robados. Ella los acepta, fascinada y culpable a la vez, sin ser plenamente consciente de que está entrando en una relación de poder, dependencia y deseo en la que las fronteras entre afecto y manipulación se vuelven difusas.
Sara Mesa disecciona este vínculo con una precisión casi quirúrgica. No hay melodrama, ni artificio; solo una prosa limpia, contenida, que avanza con la tensión de lo inevitable. La autora logra que el lector se sienta dentro de esa red invisible que une y asfixia a los personajes. Lo que parece al principio una historia sobre una relación extraña, se convierte en una reflexión sobre la soledad, la necesidad de ser visto, y el peligro de confundir el afecto con la posesión.
En Cicatriz, los objetos adquieren un protagonismo inquietante. Cada regalo funciona como una marca, una huella del poder que Knut ejerce sobre Sonia. La novela, de fondo, también habla de consumo, de cómo incluso los vínculos humanos pueden reducirse a un intercambio, a una transacción simbólica.
Sara Mesa evita los juicios morales. Nos deja en un territorio ambiguo donde resulta incómodo decidir quién tiene razón, quién manipula, quién se deja manipular. Su escritura —seca, precisa, casi entomológica— convierte la lectura en una experiencia de extraña lucidez.
Personalmente, Cicatriz me dejó una sensación parecida a la que queda tras una conversación demasiado íntima: cierta incomodidad, una mezcla de comprensión y repulsión, y la sospecha de que , en algún momento, hemos sido Sonia o Knut. Esa es, quizá, la mayor virtud de la novela: su capacidad para mostrarnos lo que preferiríamos no ver de nosotros mismos.
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