En la noche sin mar de Que decidan las cerillas, Carlos Salem vuelve a encender su cerilla más característica: la que ilumina lo humano desde sus ruinas. Esta vez lo hace acompañado de Kike Narcea, que traduce en tinta y sombra el universo de Salem con una crudeza visual que no pide permiso. El resultado es una novela gráfica dura, poética y existencial, donde la oscuridad no es simple escenario, sino el aire que se respira.
Un bar, una ciudad, un puñado de derrotados
La historia se articula alrededor de un bar de barrio —el de Lola—, ese tipo de lugares donde la gente no entra para beber, sino para existir sin que nadie pregunte demasiado. Allí encontramos a Poe, un poeta fracasado que ya no escribe, un hombre que ha aprendido a delegar sus decisiones en una caja de cerillas: las tira al suelo, y según cómo caen, actúa o calla. Esa superstición, tan absurda como reveladora, marca el ritmo de la narración y se convierte en metáfora de un destino dejado al azar.
Por el bar desfilan personajes al borde del derrumbe: una camarera que ha perdido la fe, un policía que escribe versos, un borracho apodado “el Poe”, una hermana más peligrosa que compasiva… Todos comparten la sensación de estar fuera de sitio, de ser figurantes en una ciudad sin salida. Y, sin embargo, Salem consigue que en sus miserias palpiten destellos de ternura, humor y lucidez.
Narrar desde la sombra
El guion de Salem conserva su estilo más reconocible: frases cortas, ritmo oral, un equilibrio entre el sarcasmo y la poesía. Cada diálogo parece escrito para ser oído en voz baja, entre humo y vasos vacíos. No hay moralejas ni sentimentalismos, solo una mirada que entiende el fracaso como una forma de vida y, a veces, de resistencia.
El dibujo de Kike Narcea traduce esa atmósfera con un blanco y negro agresivo, de alto contraste, donde las sombras casi devoran a los personajes. No busca la belleza: busca la verdad de lo feo, la emoción que hay en un rostro desencajado, en una mirada torva o en el brillo fugaz de una botella. La ciudad se percibe opresiva, de rincones húmedos y calles que se confunden entre sí. Todo respira noche, desamparo y vértigo.
Cerillas, azar y culpa
El título no es solo una imagen ingeniosa: es el corazón simbólico de la obra. “Que decidan las cerillas” es una manera de decir “no quiero ser responsable”, de ceder la voluntad a la casualidad. En esa renuncia hay cobardía, pero también una forma de cansancio existencial muy reconocible: la tentación de no elegir, de dejar que algo externo —el azar, la rutina, el alcohol— decida por nosotros.
Salem y Narcea convierten esa idea en un hilo conductor que une a los personajes: todos están, de una u otra manera, intentando escapar de sí mismos. La caja de cerillas se vuelve un pequeño altar de destino y desesperanza, una metáfora sobre la fragilidad de nuestras decisiones.
Una estética de lo sórdido
No es una lectura amable. La violencia, el sexo, la sordidez y la desesperación se muestran sin adornos. Pero en esa fealdad hay una cierta belleza, una verdad que solo aparece cuando los personajes ya no tienen nada que perder. Salem conoce bien el territorio del fracaso y lo recorre sin juzgar, con una compasión seca que recuerda a los viejos cronistas del noir y a los poetas malditos que aprendieron a reírse de sí mismos.
El trazo de Narcea refuerza esa crudeza con figuras deformadas, escenarios saturados y composiciones que parecen temblar. La estética grotesca no busca complacer: busca incomodar, empujar al lector hacia un estado de extraña empatía con lo marginal.
Luces en la oscuridad
Aunque todo ocurre de noche, Que decidan las cerillas no es una historia pesimista. En medio de los cuerpos rotos y las palabras sucias hay una búsqueda de sentido, una necesidad de redención mínima. Salem no ofrece consuelo, pero sí una chispa: la posibilidad de que, incluso entre la mugre y la tristeza, algo se encienda. No una gran hoguera, sino una cerilla que dure lo suficiente para vernos de frente.
Conclusión
Que decidan las cerillas es una novela gráfica intensa, sucia y humana. Salem y Narcea construyen un retrato coral de perdedores que siguen encendiendo cerillas para no apagarse del todo. Es una obra que mezcla la literatura con el cómic sin concesiones, que apuesta por la emoción y el riesgo antes que por la corrección.
Una lectura que huele a tabaco, a lluvia vieja y a resignación; pero también a fuego, a esa chispa mínima que, por un segundo, nos recuerda que seguimos vivos.
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