Al leer ciertos libros, uno siente que se adentra en un mundo encerrado en miniatura, donde cada instante vibra con intensidad. Velocidad de los jardines es así. Publicado en 1992 y reeditado por Páginas de Espuma con un prólogo del autor, este libro de relatos es ya una obra de culto, una brújula para entender cómo la literatura breve española se reinventó a finales del siglo XX. Este conjunto de relatos de Eloy Tizón no solo define un estilo, sino que inaugura un territorio literario donde la memoria, el deseo y la transformación se sienten como hechos palpables, casi como aromas que permanecen después de cerrar la página.
El volumen se abre con “Zoótropo”, un prólogo que funciona como biografía del propio libro y declaración de amor por el arte de narrar. Desde ahí se despliegan los relatos, cada uno como una cámara de ecos, donde la infancia, el deseo, la pérdida y la memoria se entrelazan en una prosa que respira poesía.
En “Carta a Nabokov”, Tizón dialoga con la tradición literaria, rinde homenaje a la mirada del maestro ruso y al mismo tiempo se mide con su fantasma. “Los viajes de Anatalia” nos lleva a través de una geografía emocional, llena de promesas rotas y de descubrimientos, donde el desplazamiento físico es también una fuga interior. En “Los puntos cardinales”, los personajes buscan orientación en un mapa vital que no deja de cambiar, mientras que “La vida intermitente” aborda la existencia como una sucesión de apagones y resplandores, un tránsito que se sostiene en la fragilidad.
“Escenas de un picnic” y “Villa Borghese” detienen la mirada en lo cotidiano, lo transfiguran. Allí donde otros verían lo banal, Tizón descubre la vibración del tiempo, la intimidad de lo que pasa y no vuelve. En “Austin”, la escritura se vuelve melancólica y luminosa, un homenaje a la memoria y al lugar perdido. “Familia, desierto, teatro, casa” propone una estructura fragmentaria que refleja el caos y la belleza de las relaciones familiares, mientras “En cualquier lugar del atlas” es casi un poema sobre la deriva y la identidad.
Los últimos relatos, “Cubriré de flores tu palidez” y “Velocidad de los jardines”, alcanzan una dimensión casi mítica. El segundo, que da título al libro, es una joya literaria: el retrato de una adolescencia que se desvanece al mismo tiempo que el lector la contempla, un texto que ha pasado a la historia de la narrativa española por su delicadeza, su ritmo y su poder evocador.
Velocidad de los jardines no envejece: respira, se expande, sigue creciendo con cada lectura. Su lenguaje, lleno de ritmo, metáforas y una musicalidad única, conserva intacta la capacidad de asombro. Tizón consigue detener el tiempo, atrapar lo inasible, hacer que lo cotidiano se ilumine con una luz distinta. Con este libro, no solo renovó la manera de escribir relatos en España, sino que abrió un territorio nuevo entre la prosa poética y la narración breve, demostrando que el cuento puede ser un laboratorio de emoción, inteligencia y belleza verbal. Su influencia se percibe en toda una generación posterior de cuentistas que aprendieron de él a mirar con atención lo pequeño, a convertir el detalle en revelación. En Velocidad de los jardines, la literatura se hace pura experiencia sensorial: una forma de mirar, de recordar y, sobre todo, de permanecer.
Una obra imprescindible.
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