El mundo acabará en viernes, de Manuel Moyano (Menoscuarto, 2025), es una de esas novelas que parecen surgir del cruce entre una pesadilla global y una comedia de enredos cósmica. Moyano —siempre fiel a su estilo irónico, elegante y ligeramente inclasificable— nos invita a asistir al fin del mundo, pero no desde la épica o la tragedia, sino desde la inteligencia, el humor y la perplejidad. Su apocalipsis no tiene fuego ni monstruos: tiene psiquiatras despistados, magnates mesiánicos, sombras que se recuestan sobre el cielo y personajes que no acaban de entender qué papel les ha tocado jugar en esta función del absurdo.


La novela se articula a través de varias tramas dispersas por el mapa. En Idaho, el psiquiatra John Ekaverya —que carga con un apellido de resonancia vasca y un temperamento descreído— recibe a un paciente que aparece desnudo en mitad de la carretera, convencido de ser Ernest Hemingway. En Tel Aviv, Miriam Shejav, encargada del atrezo de un fastuoso concurso televisivo, acoge a un joven sin hogar que parece esconder un secreto inquietante. En Londres, un paparazzo capta en el cielo una sombra gigantesca que amenaza con tragarse el mundo. Y, en algún punto intermedio, el magnate Boris Woon maniobra para preservar el poder del enigmático “Grupo Babylon” frente a lo que se avecina. Los hilos, en apariencia inconexos, terminan entretejiéndose en una visión coral del derrumbe, donde cada voz revela una cara distinta del miedo y la esperanza.

La gracia de Moyano está en que todo esto podría haber resultado un caos, pero no lo es. Su prosa —siempre medida, de ritmo sereno y precisión quirúrgica— contiene las extravagancias con un tono de fingida normalidad. En sus manos, lo improbable se vuelve verosímil, y lo absurdo, cotidiano. Hay algo de dietario mágico en el planteamiento: ese talento para deslizar lo fantástico en lo trivial sin que el lector sepa exactamente cuándo ha cruzado la frontera. El humor, siempre soterrado, sirve aquí como defensa frente al desconcierto. Uno no sabe si reír o inquietarse cuando un personaje intenta justificar el fin del mundo como si se tratara de un error administrativo.

Pero más allá del argumento, El mundo acabará en viernes es una sátira del presente. Moyano utiliza la distopía como espejo deformante de nuestra sociedad del espectáculo, donde los magnates mueven los hilos, los medios confunden realidad y ficción, y la humanidad entera parece vivir en un ensayo general del colapso. En ese sentido, el libro se inscribe en una tradición que va de Swift a Vonnegut, con guiños a la parábola moral y al relato fantástico. La sombra que se cierne sobre el planeta no es solo una imagen apocalíptica: es una metáfora de la ceguera colectiva, del peso de lo invisible que hemos preferido ignorar.

El tono coral funciona como un mosaico del desconcierto. Cada historia aporta una textura distinta: la clínica, la mediática, la religiosa, la empresarial, la íntima. Algunos personajes están dibujados con un trazo caricaturesco, pero no por ello menos humano. Moyano sabe equilibrar la sátira con la compasión. Incluso sus figuras más grotescas —el magnate Woon, el falso Hemingway— conservan un destello de fragilidad. El autor no juzga; observa con una ironía que nunca se vuelve cruel.

El título, El mundo acabará en viernes, tiene algo de chiste interno: parece una predicción banal de oficina o una agenda maldita. Y sin embargo, encierra una intuición seria. El fin del mundo no será un cataclismo súbito, sino un desenlace burocrático, cotidiano, casi administrativo. Moyano convierte esa idea en una poética: el Apocalipsis no como catástrofe, sino como trámite.

Si algo se le puede reprochar, es que la multiplicidad de voces y escenarios puede desorientar a quien busque una trama lineal. Pero ese es, precisamente, uno de los placeres del libro: perderse en sus pliegues, aceptar que el desconcierto forma parte del viaje. Moyano no escribe para ofrecer certezas, sino para ensayar preguntas, para poner a prueba los límites de lo narrable.

En suma, El mundo acabará en viernes es una novela brillante, extraña y profundamente actual. Una fábula sobre la vanidad humana y la fragilidad del mundo, contada con la ironía serena de quien sabe que todo termina, pero que aun así disfruta observando cómo se desploma el decorado. Moyano, una vez más, demuestra que lo fantástico no necesita dragones ni portales para ser inquietante: basta con mirar con lucidez el absurdo en que vivimos.

Recomiendo leerla sin prisa, con el mismo espíritu de curiosidad con que se mira un eclipse: sabiendo que hay algo peligroso, pero también hermoso, en asomarse a la oscuridad.


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