Leer Ropa de casa (Seix Barral, 2024) de Ignacio Martínez de Pisón ha sido como volver a abrir un álbum de fotos que llevaba años guardado. Desde la primera página sentí que lo que él narraba no era solo suyo: también era mío. No porque yo estuviera en su casa ni compartiera exactamente su biografía, sino porque pertenecemos a la misma generación y nos tocó vivir un tiempo que, con sus luces y sombras, nos marcó a todos.
Martínez de Pisón recurre a la autoficción para reconstruir su vida, pero lo hace con una técnica narrativa sobria y contenida, sin artificios. Me ha gustado esa claridad en la prosa, que convierte escenas simples —una conversación familiar, la ropa tendida, la rutina diaria— en algo cargado de significado. Nada está idealizado: se habla con la misma naturalidad de lo entrañable que de lo incómodo, de los silencios en la mesa o de esas tensiones que latían en los hogares de la época.
Esa forma de narrar, sin adornos excesivos, me recordó a cómo una misma cuenta los recuerdos cuando habla en confianza: con frases cortas, detalles precisos y esa mezcla de ternura y distancia que da el paso del tiempo. Y en ese tono reconocí mi propia voz.
Por ejemplo, cuando el autor habla de la casa familiar como un espacio que lo explica todo —las habitaciones estrechas, la ropa de andar por casa que revela la intimidad de cada uno—, yo no pude evitar pensar en la mía. Recuerdo el olor a lejía en el suelo recién fregado, el armario en el pasillo lleno de mantas y ropa que se heredaba, la mesa del comedor que servía tanto para comer como para hacer los deberes. Esa cotidianidad que hoy parece tan lejana era, entonces, el escenario donde crecimos y aprendimos a mirar el mundo.
También me vi reflejada en los años de la transición, que el libro evoca sin necesidad de proclamas: estaban en el aire, en los cambios de costumbres, en la televisión que de pronto traía imágenes nuevas, en las conversaciones en voz baja de los adultos. Yo lo viví desde la misma mirada infantil y adolescente: con la sensación de que algo se movía, aunque no supiéramos muy bien qué.
Otro aspecto que me ha tocado es la forma en que Martínez de Pisón retrata la relación con los padres: ese respeto mezclado con distancia, esa educación entre la severidad y el afecto medido. Yo también crecí con la idea de que muchas cosas no se preguntaban, que había temas que se quedaban en silencio. Y sin embargo, al recordarlo, surge una ternura inevitable, como si todo eso, con sus grietas, nos hubiera dado forma.
La estructura del libro, con su memoria fragmentaria, también reproduce cómo recordamos en realidad: saltando de un episodio a otro, sin un orden estricto, pero con una lógica interior. Así es como yo misma recupero mi pasado: empiezo recordando una camiseta y termino evocando una excursión familiar, un olor de cocina o una canción de la radio que parecía sonar en todas partes.
Eso es lo que me ha hecho sentir que Ropa de casa no es solo el relato de Martínez de Pisón, sino también un espejo de mi propia biografía. Lo que él escribe como suyo se transforma en algo compartido. Al terminar el libro, tuve la sensación de haber recorrido no solo su vida, sino también la mía, con una mezcla de nostalgia, reconocimiento y cierta reconciliación con lo que fuimos.
Creo que ahí está la grandeza de esta obra: no se limita a contar una historia personal, sino que logra convertirla en una memoria generacional. La autoficción, cuando está bien hecha, tiene ese poder: hablarnos de alguien concreto para hablarnos, en el fondo, de todos nosotros.
Ropa de casa me ha recordado que la literatura no siempre necesita inventar para conmover; a veces basta con mirar hacia atrás y poner en palabras aquello que parecía olvidado. Y yo, como lector, me he sentido parte de ese viaje, como si el libro me devolviera una parte de mí mismo que creía perdida.
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