Leer a Alessandro Baricco siempre supone adentrarse en un territorio donde la historia importa tanto como la forma en que se cuenta. En Seda, lo descubrí como un narrador capaz de hacer que la delicadeza y la sugerencia valieran más que la descripción explícita. Allí, la brevedad de los capítulos, el ritmo pausado y casi musical de la prosa, creaban una experiencia estética que se acercaba más a la poesía que a la novela tradicional.


En Abel, en cambio, me he encontrado con un Baricco que conserva esa cadencia particular, pero que la lleva a un terreno más áspero, más violento y a la vez más filosófico. El protagonista, Abel Crow, se mueve en un universo que evoca el western: duelos, paisajes desérticos, figuras solitarias. Sin embargo, lo que realmente cuenta no es la acción sino los fragmentos de su vida, presentados en capítulos breves y no lineales. Baricco construye la novela como si fuera un mosaico roto: cada pieza brilla por sí misma, y el lector debe recomponer el conjunto.

Lo interesante es cómo la técnica narrativa se convierte en el verdadero corazón del libro. En Seda, el artificio era la transparencia: la narración fluía como un hilo de seda, invisible, ligera, dejando que el vacío entre palabras lo completara el lector. En Abel, por el contrario, el artificio es la discontinuidad: saltos en el tiempo, perspectivas que se abren y se cierran, huecos que parecen imposibles de llenar. El efecto, sin embargo, es parecido: uno termina la novela con más preguntas que respuestas, con la sensación de que lo esencial está en lo que no se dice.

Si Seda se construía sobre la sugerencia erótica y la tensión del viaje, Abel se edifica sobre la reflexión metafísica y la frontera —no solo la geográfica, sino la que divide el destino de la libertad, el bien del mal, el recuerdo de la pérdida. Baricco parece decirnos que la vida, como la novela, no es una línea recta sino una sucesión de fragmentos que intentamos unir como podemos.

En lo personal, me ha resultado una lectura absorbente y exigente. Al principio cuesta entrar en el juego de saltos temporales, pero una vez aceptada la lógica fragmentaria, el libro cobra una fuerza casi hipnótica. Baricco demuestra que se puede tomar un género popular como el western y transformarlo en una meditación sobre el tiempo, la memoria y el sentido de existir.

No sé si Abel me ha emocionado con la misma intensidad que Seda, que guardo como una lectura inolvidable, pero sí me ha fascinado su forma de reinventarse. Donde Seda era pura delicadeza, Abel es aridez y violencia contenida; donde una era un susurro, la otra es un disparo en mitad del silencio. Ambas, sin embargo, confirman que Baricco no escribe historias, sino experiencias.


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