Cuando pensamos en los grandes narradores latinoamericanos del siglo XX, suelen aparecer de inmediato los mismos nombres: García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar. Pero hay otro escritor peruano que, sin buscar el ruido ni la fama, construyó una obra sólida y entrañable: Julio Ramón Ribeyro (1929-1994). A él se le conoce como “el cuentista invisible”, no porque haya pasado desapercibido, sino porque eligió una manera distinta de estar en la literatura: sin protagonismos, con una discreción que hoy lo hace brillar con más fuerza.


Una vida sencilla y sin alardes

Ribeyro nació en Lima y, como muchos jóvenes de su generación, quiso estudiar y abrirse camino en un país complicado. Terminó marchándose a Europa en los años cincuenta, donde vivió la mayor parte de su vida. Allí trabajó de todo: periodista, traductor, incluso diplomático. Su salud nunca lo acompañó —sufrió tuberculosis y después cáncer de pulmón—, pero escribió siempre. Nunca fue un escritor de escándalos ni de declaraciones altisonantes: prefería el silencio, los cafés baratos, las libretas llenas de anotaciones.

Historias del desencanto

Lo que distingue a Ribeyro es su mirada. Mientras otros escritores de su época llenaban las páginas de dictadores, héroes o sucesos extraordinarios, él se fijaba en lo mínimo: el empleado público frustrado, el estudiante provinciano que llega a Lima con ilusiones que pronto se apagan, la pareja que se va desgastando sin remedio. Sus cuentos están llenos de derrotas cotidianas, de vidas que parecen no avanzar. Y, sin embargo, en esos relatos hay algo profundamente humano: todos podemos reconocernos en esas pequeñas frustraciones.

La palabra del mudo: dar voz a los que no la tienen

El gran proyecto narrativo de Ribeyro se llama La palabra del mudo. Es una colección de cuentos que empezó a publicarse en 1973 y que fue creciendo con los años. El título lo dice todo: son relatos sobre personajes que, en la vida real, nadie escucharía. Hombres y mujeres que pasan desapercibidos, que no tienen poder ni dinero, que no logran imponerse en una ciudad tan dura como Lima. Ribeyro se convirtió en su cronista, en el que prestó oído a esas voces calladas. Y lo hizo con un estilo sobrio, sin adornos, como si quisiera dejar que la historia hablara por sí sola.

¿Por qué no fue parte del boom?

En aquellos años, la literatura latinoamericana vivía el llamado boom, con autores como Vargas Llosa o García Márquez en el centro del escenario mundial. Ribeyro, en cambio, siguió su propio camino. Mientras Vargas Llosa escribía novelas monumentales sobre la historia y la política del Perú, y García Márquez desplegaba el realismo mágico con lluvias de flores y familias centenarias, Ribeyro prefería hablar de un estudiante que no paga la pensión o de un oficinista que sueña con escapar de su rutina. Su literatura era menos vistosa, pero igual de necesaria. Él mismo decía que no le interesaba la fama, sino escribir lo que veía y sentía.

Un legado cada vez más visible

Hoy, con el paso del tiempo, Ribeyro ha dejado de ser tan invisible. Sus cuentos se siguen leyendo porque hablan de lo que no pasa de moda: la dificultad de vivir, la soledad en las grandes ciudades, las ilusiones que se rompen demasiado pronto. En lugar de grandes epopeyas, nos dio la épica de lo cotidiano. Y en ese terreno fue un maestro.

Julio Ramón Ribeyro es el recordatorio de que la literatura no siempre necesita deslumbrar. A veces basta con contar una historia sencilla y verdadera para quedarse en la memoria del lector. Invisible, sí. Pero, para quien lo descubre, imposible de olvidar.


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