Leer a Saramago siempre supone un desafío y, al mismo tiempo, un juego. Con Caín (2009), vuelve a demostrar que la literatura puede ser un arma cargada de ironía, de reflexión y de irreverencia. Desde la primera página el lector sabe que no está ante una narración piadosa ni respetuosa con el canon bíblico, sino ante una reescritura que desmonta las historias sagradas para mirarlas de frente, con una mezcla de sarcasmo y lucidez.
El libro arranca con el episodio fundacional: Caín mata a su hermano Abel y es condenado por Dios a vagar errante. Hasta aquí, nada nuevo. Pero en manos de Saramago, ese errar se convierte en un viaje insólito a través de episodios del Antiguo Testamento. Caín aparece y reaparece en distintos pasajes: presencia la construcción de la Torre de Babel, cuestiona el sacrificio de Isaac, discute con ángeles, observa la destrucción de Sodoma y Gomorra, y termina en el arca de Noé. En cada escena, la tensión no se centra en la acción, sino en el diálogo —y, sobre todo, en la confrontación— entre un Caín humano, lleno de dudas y rabia, y un Dios que parece caprichoso, injusto e incluso cruel.
La técnica narrativa: la marca de Saramago
Lo que convierte a Caín en un libro singular no es solo el argumento, sino la forma en que está contado. La técnica narrativa de Saramago se mantiene fiel a su estilo característico:
- Frases largas, torrenciales, sin apenas puntos ni comillas. La puntuación se convierte en un sistema propio: diálogos insertados en el flujo narrativo, apenas marcados por comas y mayúsculas. El resultado es un texto que exige atención, pero que también genera un ritmo particular, casi oral, como si escucháramos a alguien contarnos la historia de un tirón, sin detenerse a tomar aire.
- Un narrador intruso, irónico, socarrón. El narrador de Caín no se limita a contar: interrumpe, comenta, se burla, interpela al lector. Hay un tono de complicidad, como si estuviéramos conversando con alguien que no se cree del todo lo que está contando, pero que quiere compartir su incredulidad con nosotros. Esa voz es esencial para la novela: sin ella, el libro sería un mero pastiche bíblico. Con ella, se convierte en un ejercicio de cuestionamiento.
- La desmitificación de lo sagrado. Saramago desmonta la retórica solemne de los textos religiosos y la reemplaza por un lenguaje cotidiano, incluso vulgar a veces, que acerca las historias a lo humano y las desnuda de su aura intocable. Esto no solo humaniza a Caín, sino que expone las contradicciones de los relatos bíblicos.
- El humor como herramienta crítica. En medio de la tragedia, el sarcasmo. En los episodios de destrucción, la ironía. Ese humor no es superficial, sino profundamente político: Saramago entiende que reírse de lo solemne es también una forma de rebelión.
Lectura personal
Para mí, lo más fascinante de Caín es cómo un texto tan breve puede abrir tantas preguntas. No estamos ante un tratado teológico, ni ante un panfleto antirreligioso, sino ante una novela que invita a leer la Biblia desde otro ángulo: ¿qué pasa si no damos por sentado que Dios es justo? ¿Qué pasa si lo tratamos como un personaje más, con contradicciones, errores y caprichos? En esa inversión de roles, Caín ya no es el maldito eterno, sino un observador lúcido que nos da voz a quienes hemos sentido perplejidad frente a ciertos relatos sagrados.
En lo personal, he sentido que leer Caín es como entrar en una conversación incómoda, pero necesaria. Saramago no da respuestas cerradas, sino que incomoda, pincha y provoca. Su técnica narrativa, lejos de ser un adorno, es parte de esa provocación: el lector tiene que ceder, adaptarse a ese flujo incesante de frases, a esa voz que se cuela en cada línea, a ese tono que desmonta toda solemnidad.
¿Vale la pena leerlo?
Sí, aunque con una advertencia: Caín no es la mejor puerta de entrada a Saramago. Su estilo puede resultar arduo para quien nunca lo ha leído, y su irreverencia puede chocar a quien busque una narración tradicional. Pero para quienes ya conocen al autor o para quienes quieran enfrentarse a un texto breve, provocador y lleno de preguntas, es una lectura indispensable.
Quizá no sea su novela más redonda ni más ambiciosa, pero sí es un cierre coherente a una obra marcada por la duda, la ironía y el desafío a los grandes relatos de la humanidad. Una pequeña joya que nos recuerda que la literatura no tiene por qué obedecer a lo sagrado, sino que puede dialogar con ello desde la duda, la risa y la rebeldía.
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