Cuando empecé Donde nunca nos encuentren (Editorial Apache, 2025), no imaginaba hasta qué punto me iba a sumergir en un mundo que se siente tan cercano y, a la vez, completamente extraño. Luis Andrade, funcionario de prisiones, acepta participar en un experimento con un suero que promete alterar la percepción de la realidad. Lo que podría haber sido un acto de curiosidad científica se convierte en un laberinto donde el tiempo, la memoria y la identidad se desdibujan. Despierta acusado de un crimen que no recuerda, atrapado en una cárcel que no reconoce, y con un diario que parece conectarlo con otra dimensión de su vida.


Lo fascinante de la novela no es solo la premisa, sino cómo el autor consigue que cada escena te haga sentir la tensión y la claustrofobia. Las descripciones de la cárcel son tan precisas que casi puedes oler la humedad, escuchar el eco de los pasos en los pasillos y sentir el peso de las miradas que observan cada movimiento. No hay prisiones de película: hay espacios llenos de rutina, jerarquías invisibles y silencios que pueden ser tan amenazantes como cualquier agresión física. Esa atención al detalle convierte la historia en algo más que un thriller: es un estudio sobre el encierro, la vulnerabilidad y la fragilidad de la mente humana.

Técnica narrativa

La narración en tercera persona, centrada en Luis, permite que el lector se sumerja en su confusión y comparta su desconcierto. Arroyo maneja con habilidad los saltos entre realidades, evitando que resulten bruscos: las transiciones son sutiles, casi oníricas, y mantienen un constante estado de tensión y duda. El diario que atraviesa las dos dimensiones funciona como un segundo plano narrativo: fragmentario, ambiguo, pero imprescindible, ya que actúa como brújula emocional para el protagonista y como elemento de intriga para el lector.

El ritmo de la novela alterna capítulos intensos, cargados de acción y revelaciones, con momentos introspectivos en los que Luis reflexiona sobre su pasado, sus decisiones y lo que significa realmente estar encerrado, tanto física como mentalmente. Esta alternancia evita que la tensión se vuelva monótona y permite que el lector respire mientras se adentra cada vez más en la historia.

Más allá del thriller

Aunque la novela funciona como un thriller psicológico con elementos de ciencia ficción, su fuerza reside en el retrato de la mente humana frente al encierro y la incertidumbre. Cada situación extrema que atraviesa Luis sirve para explorar preguntas más profundas: ¿qué define nuestra identidad cuando todo lo que conocíamos desaparece? ¿Hasta qué punto somos responsables de nuestros actos si nuestra memoria y percepción son manipuladas?

El título, Donde nunca nos encuentren, adquiere múltiples significados a medida que avanzas en la lectura. Evoca un lugar seguro, un refugio imposible, un rincón del que quizá no haya retorno. Es también una metáfora del viaje interior de Luis, que se enfrenta a sus miedos y a la necesidad de reconstruirse cuando el mundo que conocía ya no existe.

Al cerrar el libro, lo que queda no es solo la resolución de la trama, sino una sensación de desorientación y reflexión: la realidad puede ser más frágil de lo que creemos, y nuestras certezas más frágiles de lo que estamos dispuestos a admitir. Arroyo construye un relato que no solo entretiene, sino que también invita a mirar dentro de nosotros mismos y a cuestionar lo que damos por seguro.

En definitiva, Donde nunca nos encuentren es una lectura que combina tensión, intriga y profundidad emocional, capaz de mantenerte pegado a sus páginas mientras te hace pensar sobre el encierro, la identidad y la memoria. Es un libro que se disfruta y se siente, y que permanece contigo después de que lo hayas terminado.


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