Hay dolores que no se curan con el paso del tiempo, errores que ni la muerte redime, decisiones que se quedan repitiendo como un eco en la mente de los personajes literarios. En la literatura del remordimiento, no hay redención posible, o si la hay, llega como un gesto inútil, tardío, quebrado. Leer estas historias es asomarse al abismo de la conciencia, a ese lugar donde el castigo no viene de fuera, sino de uno mismo.


El remordimiento no es simplemente culpa. Es un veneno lento, un pensamiento que no cesa, una memoria que insiste. En Crimen y castigo, Fiódor Dostoievski no se limita a contar un asesinato, sino el derrumbe psicológico de Raskólnikov, atrapado no por la justicia, sino por su propia mente: “Es el sufrimiento lo que purifica, no la expiación”, escribe el autor. La novela es una disección del alma torturada, un espejo en el que el lector ve cómo el castigo moral precede y supera al legal.

Este tipo de literatura no busca ofrecer consuelo, sino incomodidad. Los personajes no logran perdonarse, y en ese fracaso construyen sus vidas —o su ruina. El argentino Ernesto Sabato llevó esto al extremo en El túnel, donde su narrador, Juan Pablo Castel, nos confiesa desde el inicio que ha matado a la mujer que amaba. Todo el libro es una larga justificación que se desmorona a medida que avanza. Castel no pide perdón: lo que busca es que entendamos su lógica retorcida. Su remordimiento es ególatra, envenenado, más lúcido que emocional.

Algo similar sucede con El hijo del acordeonista de Bernardo Atxaga. La novela recorre los traumas de un exmilitante del nacionalismo vasco que, desde su exilio en California, rememora una vida marcada por la violencia, la traición y la pérdida. No hay redención heroica, sino una especie de paz con la sombra: “Escribo para no olvidar que no supe hacerlo mejor”. La escritura misma se convierte en penitencia.

¿Y qué decir de Nunca me abandones, de Kazuo Ishiguro? A primera vista, no es una novela sobre culpa, sino sobre la aceptación de un destino impuesto. Sin embargo, conforme avanza la historia, lo que emerge es una tristeza insoportable: la conciencia de haber vivido sin haber realmente elegido. Los personajes se enfrentan al remordimiento de no haber actuado, de haber aceptado lo inaceptable. Su melancolía es sutil, devastadora.

Incluso en obras más contemporáneas, como La mancha humana de Philip Roth, el remordimiento toma formas inesperadas. El protagonista, acusado injustamente de racismo, arrastra un secreto que ha definido toda su vida. La novela explora cómo el pasado —incluso cuando se cree enterrado— siempre vuelve. Roth escribe: “Todos llevamos una vida secreta que no nos perdonamos”.

No es casual que estas obras sean a menudo narradas en primera persona, o como largas confesiones. El lector se convierte en confesor involuntario, en testigo de esa herida que no cierra. En muchos casos, como en Las partículas elementales de Michel Houellebecq, el remordimiento se transforma en cinismo o en resignación. Los personajes se alejan de los demás porque ya no confían ni en sí mismos. No hay redención, solo deriva.

¿Por qué nos atraen estas historias tan oscuras? Tal vez porque nos permiten explorar, desde una distancia segura, aquello que más tememos: fallarle a alguien, cometer un error irremediable, vivir con las consecuencias. Nos recuerdan que la vida no es solo una serie de elecciones, sino también de arrepentimientos. Y que el verdadero infierno, como decía Sartre, puede ser uno mismo.

En tiempos donde tantas ficciones buscan la catarsis fácil o el perdón como meta obligada, la literatura del remordimiento nos ofrece algo más honesto: el retrato de lo irreparable. No se trata de morbo, sino de profundidad. En esas voces que no se perdonan hay algo profundamente humano. Nos dicen que hay cosas que no se arreglan, y que vivir es, a veces, aprender a cargar con ellas.


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