Con El buen mal, Samanta Schweblin vuelve a demostrar que lo perturbador no siempre requiere monstruos evidentes ni giros espectaculares. A través de seis cuentos afilados y precisos, la autora argentina nos sumerge en ese espacio liminal donde lo cotidiano se descompone, donde una palabra fuera de lugar, un gesto sutil o una emoción mal calibrada abren la puerta a lo desconocido.
Mi primer contacto con la literatura de Samanta fue pura casualidad. Estaba en una librería de Madris, La buena vida, y le dije a mi hija que podía elegir un libro y me enseño el de Kentukis. Le dije que no conocía la autora y que no sabría si le iba a gustar. Insistió y se lo compre. Me hizó esperar a que ella lo leyera primero. Fue todo un acierto y a partir de ahí compré Casas vacías y Distancia de Rescate. Me encantaron.
Ahora nos vuelve a presentar un libro El buen mal (Seix Barral, 2025) con seis relatos, espléndidos, siendo mis favoritos El ojo en la garganta y La mujer de Atlántida. Sus relatos habitan el filo de la realidad, de la razón, del cuerpo y del vínculo afectivo. En esta nueva publicación retoma las claves que ya la habían consagrado con libros como Distancia de rescate o Pájaros en la boca: la brevedad cargada de tensión, la precisión quirúrgica del lenguaje, y sobre todo, una mirada que entiende lo extraño como una forma de verdad.
Los relatos: el giro
Cada cuento en El buen mal gira en torno a un momento de inflexión. Un antes y un después. Los personajes, muy humanos, se enfrentan a situaciones donde lo real se torna frágil, donde la lógica tambalea y las emociones se desbordan. La tragedia no siempre es visible, pero se presiente desde las primeras líneas: es inminente, como una grieta en el suelo que comienza a abrirse lentamente.
Lo más inquietante es que lo extraño no llega desde afuera. No hay invasiones ni revelaciones fantásticas en el sentido tradicional. Lo perturbador surge de lo cotidiano: una visita inesperada, un comentario ambiguo, una rutina que de pronto se vuelve irreconocible. Schweblin convierte lo trivial en detonante, y ahí radica gran parte de su potencia narrativa.
Lo bueno y lo malo: una ambigüedad esencial
El título del libro, El buen mal, encierra una paradoja que atraviesa todos los relatos. ¿Es posible que haya un tipo de mal necesario, inevitable, incluso redentor? ¿Y si lo que interpretamos como bondad es, en el fondo, otra forma de violencia? Schweblin no ofrece respuestas, pero plantea estas preguntas con una agudeza que desarma. Sus personajes no son héroes ni villanos, sino personas enfrentadas a decisiones ambiguas, arrastradas por emociones contradictorias.
Esta ambivalencia moral es parte de la fuerza del libro. No hay explicaciones ni moralejas: solo actos humanos en medio de situaciones límite. Y es precisamente esa falta de certezas lo que provoca una lectura incómoda pero reveladora.
Cuerpo, locura y límites
Una de las líneas temáticas del libro es la del cuerpo como territorio vulnerable. En El buen mal, el cuerpo no solo sufre: reacciona, se defiende, se desborda. La autora explora la relación entre dolor y placer, entre impulso físico y comprensión emocional, y muestra cómo muchas veces lo que sentimos sobrepasa lo que podemos explicar.
La locura también aparece como una presencia latente: no como desvarío, sino como desajuste leve, como disonancia entre lo que ocurre y cómo lo percibimos. En varios relatos, los personajes rozan lo irracional sin caer del todo. La autora observa con atención ese desequilibrio: lo entiende no como una excepción sino como parte constitutiva de la experiencia humana.
Una escritura que desarma
En lo estilístico, Schweblin mantiene el tono sobrio y exacto que la caracteriza. Su prosa es limpia, sin adornos ni excesos, pero cargada de tensión. Los diálogos son afilados, muchas veces silenciosos en lo que callan más que en lo que dicen. No hay florituras: hay ritmo, intención y economía expresiva. Cada palabra cumple una función.
Pero esa contención formal no significa frialdad. Al contrario: hay en estos cuentos una intensidad emocional que se instala sin necesidad de gritos. El lector avanza con una mezcla de asombro y alarma, atrapado en un universo que se parece demasiado al nuestro, pero que se tuerce justo cuando creemos haberlo entendido.
Schweblin y su lugar en la literatura actual
Con premios como el National Book Award y el José Donoso, y varias nominaciones al International Booker Prize, Samanta Schweblin ya no necesita presentación. El buen mal no solo confirma su estatus como una de las grandes narradoras latinoamericanas del siglo XXI: también demuestra que sigue arriesgando, que no se repite, que cada libro es una exploración nueva dentro de un territorio propio.
Su literatura, aunque breve en extensión, deja marcas profundas. Es una escritura que no busca explicar el mundo, sino abrir sus fisuras. Nos muestra que sobrevivir no siempre es comprender, que resistir también puede ser no entender del todo, y que el desconcierto —ese estado que otros evitan— puede ser un camino hacia lo real.
Conclusión: un libro que deja huella
El buen mal no busca el escándalo ni el dramatismo. Lo suyo es más sutil, más inquietante: un malestar que se instala despacio y no se va al cerrar el libro. Sus seis cuentos son espejos deformantes donde el lector se reconoce, aunque preferiría no hacerlo. Porque en el fondo, lo que Schweblin pone en escena no es lo ajeno, sino lo que todos llevamos dentro: el miedo, la culpa, el deseo, la fragilidad.
Una obra imprescindible para quienes valoran la literatura que no da respuestas fáciles, que incomoda para hacer pensar y que transforma lo cotidiano en un escenario lleno de sombras.
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