Podría comenzar esta historia con un clásico «Érase una vez…», pero ¿para qué engañarnos? Tú y yo sabemos que toda historia tiene un final. Así que, en lugar de empezar, ¿por qué no te cuento lo que casi no ocurre? Porque, créeme, esta historia estuvo a punto de no existir. Y no porque los personajes se negaran a actuar, sino porque yo mismo no estaba seguro de querer escribirla.

Es curioso, ¿no? Las palabras que elijo son mías, pero también son tuyas, porque sin tu imaginación, todo esto no existe. Cada frase que lees es como un puente entre nosotros; yo lo construyo, pero eres tú quien lo cruza. Y, a veces, cuando pongo una palabra tras otra, me pregunto si el puente aguantará tu paso, si encontrarás belleza donde yo solo veo dudas.

Por ejemplo, podría describir un amanecer. Algo sencillo, casi trivial, ¿verdad? Pero ¿cómo se describe un amanecer sin caer en clichés? El sol tiñe el horizonte de dorado, los pájaros despiertan al mundo con sus trinos… Ya lo has leído mil veces. Quizás lo deje a tu imaginación. Despierta el recuerdo de un amanecer que te haya conmovido y colócalo aquí. Te aseguro que será mejor que cualquier cosa que pueda escribir.

Pero volvamos al relato. Bueno, si es que esto puede llamarse relato. Porque, si soy honesto, ni siquiera estoy seguro de hacia dónde va. Algunas historias tienen un destino claro, como un tren que avanza hacia una estación definida. Otras, como esta, son más bien un vagabundeo por caminos inciertos. A veces me detengo, miro alrededor y pienso: «¿Esto tiene sentido?» Y luego me digo: «¿Qué importa si lo tiene?»

¿Sabes cuál es el verdadero problema? Que escribir es como intentar atrapar humo con las manos. Cada idea parece perfecta en mi mente, pero en cuanto intento darle forma, se desvanece o cambia de color. Y ahí estoy yo, persiguiendo algo que nunca será lo que imaginé. Quizás por eso esta historia casi no ocurre. Porque me da miedo que no sea suficiente. Que no sea lo que esperabas.

Aunque, claro, también está la posibilidad de que esto no sea sobre ti. Ni sobre mí. Tal vez las palabras tienen vida propia y nosotros somos solo sus herramientas. Piénsalo: ¿acaso no ocurre a veces que una frase te sorprende? Como si no la hubieras escrito ni leído, sino que se hubiera escrito sola, reclamando su lugar en el mundo.

Por eso sigo aquí, escribiendo. Porque, pese a las dudas, hay algo mágico en este acto de poner palabras en fila. Es una especie de fe, ¿no crees? Creer que, de alguna manera, estas letras llegarán a ti, que las interpretarás, que les darás un significado que quizá ni siquiera imaginé.

Así que sigamos. Yo escribo y tú lees. Y entre los dos, quizás, hagamos que esta historia exista. O tal vez no. Pero, al menos, habremos compartido este intento.

Y ahora me pregunto: ¿debería darle un final? Porque un final implica clausura, implica decirte que todo está resuelto, que no hay más preguntas ni cabos sueltos. Pero, ¿es eso lo que quiero? Tal vez prefiera dejar esta historia abierta, como una ventana al amanecer que no describí. Tal vez prefiera que tú decidas cómo acaba.

¿Qué tal esto? Imagina que hay un personaje, uno que lleva todo este tiempo esperando en la sombra, observando mis palabras y tus pensamientos. Tal vez sea alguien que quería contar su propia historia, pero yo no lo dejé. Y ahora, justo cuando estoy a punto de cerrar este relato, da un paso al frente y dice: «Yo también existo.»

¿Lo ves? Ahí está, esperando que lo mires, que lo reconozcas. No tiene nombre ni rostro, porque esos detalles te los dejo a ti. Es solo una idea, un destello de posibilidad. Podría ser un héroe, un villano, o alguien que no encaja en ningún molde. Pero está ahí, y su mera existencia cambia todo lo que he escrito hasta ahora.

Y así, llegamos al final que no es un final. Porque esta historia no termina aquí. Continúa en tu mente, en lo que imagines, en lo que decidas hacer con estas palabras. Yo solo soy el narrador, y ahora el relato es tuyo. Haz con él lo que quieras.

©Sandra de Oyagüe


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