El 28 de diciembre es un día marcado por las risas y las bromas, pequeñas travesuras que, bajo el amparo de la tradición, se toleran incluso cuando rozan la crueldad. Pero aquel año, en la vieja casona de los Montán, una broma cruzó un límite invisible y desató algo que ni la mente más febril habría podido prever.


I. La apuesta

Todo comenzó con una reunión entre amigos, un grupo de jóvenes que buscaban cualquier excusa para escapar del tedio y la rutina. El anfitrión, Lázaro, había heredado recientemente una casona, un lugar que había permanecido deshabitado durante décadas. Los rumores decían que su anterior dueño, un anciano excéntrico y ermitaño, había muerto en circunstancias misteriosas, dejando tras de sí una estela de historias macabras.

Durante la cena, al calor del vino y la chispa del fuego, alguien propuso una apuesta. El desafío era sencillo: pasar una hora en el sótano de la casona, un espacio helado y sombrío del que emanaba un olor acre, mezcla de humedad y decadencia. —¿Qué temes? ¿Acaso crees en fantasmas?—, preguntó Lázaro con una sonrisa que no alcanzaba sus ojos.

Germán, el más valiente o tal vez el más imprudente del grupo, aceptó el reto. Con una linterna en mano, bajó las escaleras de madera, cuyos escalones crujieron como si protestaran por cada paso. La puerta del sótano se cerró tras él con un sonido hueco y definitivo.

II. El escenario

El grupo, entre risas y comentarios sarcásticos, decidió intensificar la broma. Lázaro había encontrado, entre los trastos de la casona, una máscara grotesca y una vieja caja de música que producía una melodía distorsionada y melancólica. —Bajaremos en silencio y lo asustaremos. Veamos si sigue tan valiente—, propuso.

Descendieron con cuidado, sofocando las risas. Al llegar al sótano, encendieron la caja de música y Lázaro, con la máscara puesta, se preparó para aparecer frente a Germán. Sin embargo, al iluminar el rincón donde supuestamente éste estaba, encontraron la linterna encendida, rodando en el suelo. No había rastro de él.

Una risa suave, casi infantil, resonó en el aire. —¿Germán? ¡Sal ya, nos has ganado!—, gritó Lázaro, pero la respuesta no llegó. En su lugar, la caja de música se detuvo abruptamente, como si una mano invisible hubiera silenciado la música.

III. El eco

El grupo comenzó a inquietarse. Uno de ellos sugirió que Germán había regresado al piso superior para vengarse con otra broma, pero al subir las escaleras, lo encontraron todo en perfecto orden y vacío. Fue entonces cuando notaron algo extraño: en la mesa de la cena, donde habían compartido risas y copas, había un plato adicional con restos de comida que ninguno recordaba haber servido.

De pronto, las velas parpadearon y una voz, sólo perceptible entre los susurros del viento que se colaba por las rendijas, dijo: —No debieron invocarme.—

El grupo, preso del pánico, corrió hacia la salida, pero la puerta principal estaba atrancada. En la penumbra, figuras difusas parecían observarlos desde las esquinas, sombras que se movían con una intención propia. Uno de los amigos cayó al suelo, gimiendo y sujetándose la cabeza, como si una fuerza invisible estuviera oprimiendo su mente.

IV. La revelación

Al amanecer, la policía encontró la casona vacía. No había rastro de los jóvenes, salvo por un detalle perturbador: la mesa de la cena estaba puesta para uno más, y en el centro, sobre un mantel manchado de vino, descansaba la máscara grotesca.

Los vecinos, interrogados, hablaron de risas y melodías que habían oído durante la noche, pero nadie se atrevió a acercarse. La casona, decían, tenía su propia memoria, y ese 28 de diciembre había cobrado una deuda que llevaba demasiado tiempo pendiente.

Aún hoy, algunos juran que en las noches más frías, si uno pasa cerca de la vieja casona, puede oír el eco de una risa infantil, acompañada por el chirrido de una caja de música tocando una melodía incompleta.

©Sandra de Oyagüe


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