Aislada

DÉCIMO CUARTO DÍA DE AISLAMIENTO
2020, año del Señor.

Ya llevamos 14 días encerrados. Dos semanas que se sienten como meses. El optimismo se mantiene, aunque es una especie en peligro de extinción. La rotura de la cafetera ha sido el primer golpe bajo, y con ella se ha ido mi principal fuente de energía y cordura. A falta de café, sobrevivo con agua, como un náufrago en una isla desierta esperando rescate. ¿Es este el fin del mundo? O peor aún… ¿es el fin del café?

Para añadirle un toque de tragedia shakesperiana, los cigarrillos también se están acabando. Desde que no se puede salir y en casa no se fuma, cada bocanada ha pasado de ser un placer a un lujo prohibido. Si me quedo sin ellos, el apocalipsis será personal y absoluto.

Respiro profundamente, más por costumbre que por alivio, y agarro el libro que tenía a mano. «El Destripador». Excelente elección para levantar el ánimo en tiempos de pandemia. Es una serie de artículos sobre Jack el Destripador escritos por Robert Desnos. Un poeta y periodista, porque claro, si uno va a leer sobre un asesino en serie, mejor que sea con prosa poética. Tal vez si no tuviera tanto tiempo libre, no me habría decidido por un tema tan macabro, pero aquí estamos. Página tras página de crímenes, oscuridad y terror victoriano. Una lectura ligera para estos tiempos de incertidumbre.

Dejo el libro en la mesa. Suficiente destrucción por hoy. Me acerco a la ventana y miro afuera. El mundo parece haber quedado en pausa. Ni coches, ni gente, ni siquiera el sonido lejano de algún televisor. Nada. Silencio absoluto. ¿Será que todo ha acabado y no me he enterado? ¿Que el apocalipsis ha llegado y yo sigo aquí, en pijama, sin café y con un libro sobre un destripador? O, lo que es peor, ¿estaré soñando?

El tiempo se distorsiona. 14 días que parecen 140. A veces cierro los ojos y fantaseo con estar en otro lugar, en otro tiempo. Quizá en 1928, cuando Desnos escribía estos artículos. ¿Cómo sería vivir en una época en la que las calles estaban llenas de vida, aunque también de miedo? Comparo mentalmente esa Londres oscura y peligrosa con el vacío absoluto que veo ahora, y me pregunto cuál es peor.

De repente, algo me llama la atención. Un movimiento. Alguien, un fantasma o un vecino, camina por la calle con la misma calma que si fuera el único ser humano sobre la Tierra. Lleva una mascarilla, claro, como todos. En estos días, es difícil distinguir a las personas de los espectros. Sigo sus pasos con la mirada, esperando algo, cualquier cosa que me saque de este estado de suspensión. Pero no. El hombre sigue caminando, desaparece al doblar la esquina y el silencio vuelve a dominar.

Respiro hondo. Solo 14 días, me digo. Solo uno más en esta larga serie de días iguales. Pero mientras la cafetera siga rota y los cigarrillos se acaban, no estoy segura de cuánto más podré aguantar.

DÉCIMO QUINTO DÍA DE AISLAMIENTO
2020, año del Señor.

Hoy es el día quince. Quizá. En algún momento dejé de contar con precisión. El tiempo ya no se siente como una línea recta; más bien, como un bucle. Me despierto cada mañana con la misma luz gris filtrándose por las cortinas, el mismo vacío en el estómago que no se alivia ni con el desayuno, ni con la lectura, ni siquiera con el vago intento de hacer ejercicio en la habitación. Ya no sé si es hambre o la nostalgia de lo que era «normal» hace tan solo unas semanas.

El café sigue siendo un recuerdo lejano, y el último cigarrillo se consumió ayer por la noche. Lo fumé con una mezcla de reverencia y desesperación, alargando cada calada como si fuera la última cuerda que me conectaba con la realidad. Ahora no queda nada, salvo el sabor amargo de la nicotina que aún persiste en mi lengua, un recordatorio cruel de la libertad que tenía antes de que el mundo se detuviera.

He intentado llamar a algunos amigos, pero nadie responde. Quizá están ocupados viviendo sus propios apocalipsis personales, encerrados en sus casas, peleando contra el mismo vacío que me rodea. O tal vez ya no existe el «afuera», y solo yo quedo aquí, atrapada en esta especie de limbo interminable.

Regreso a la ventana. El día parece igual que el anterior. No sé si es el cansancio o la falta de estímulos, pero algo en mi mente empieza a jugarme malas pasadas. Las sombras parecen moverse de formas extrañas. Los árboles afuera, que antes eran inofensivos, ahora se retuercen con un silencio inquietante. Quizá es la lectura sobre Jack lo que me ha puesto paranoica. Quizá.

Decido volver al libro, aunque no sé si es la mejor idea. Jack el Destripador vuelve a cobrar vida en mi cabeza, con sus andanzas sin rostro por los callejones de Londres. Es irónico cómo, en tiempos de confinamiento, mi mente corre libre por esos oscuros rincones del pasado. Los asesinatos, la sangre, las cartas burlonas a la policía… ¿Cómo pudieron vivir con ese miedo constante? Aunque, pensándolo bien, nosotros también vivimos con miedo ahora, aunque sea a algo mucho más invisible.

Paso la página y ahí está: un nuevo artículo sobre los misterios sin resolver del Destripador. La pluma de Desnos me sumerge en la atmósfera de sospecha y paranoia. Siento como si estuviera allí, caminando por esas calles sucias y húmedas, sin saber quién podría ser el próximo en desaparecer.

Cierro el libro. Basta por hoy. Sin embargo, no puedo quitarme de la cabeza la idea de que hay algo más allá de este silencio. Algo se mueve entre las sombras. Tal vez no en el Londres de 1888, sino aquí, justo afuera de mi ventana.

El sol se está ocultando. La oscuridad llega, y con ella, un nuevo tipo de inquietud. Miro la puerta de mi apartamento, asegurándome de que esté bien cerrada, aunque no sé por qué lo hago. No tengo razones para pensar que algo —o alguien— esté ahí afuera… o tal vez sí.

Un ruido sutil me saca de mis pensamientos. Algo cae en la cocina. Me levanto rápidamente, pero la casa está vacía. O al menos eso quiero creer. El sonido se repite, esta vez más fuerte. Mi corazón late con fuerza, mientras me acerco al origen del ruido, deseando que sea solo mi mente jugando otra de sus bromas. Pero al llegar a la cocina, veo que no hay nada fuera de lugar.

Me quedo quieta. Escucho. El silencio regresa. Y con él, una sensación extraña, como si hubiera alguien más conmigo en esta casa. Tal vez el aislamiento me está afectando más de lo que pensaba. O tal vez, solo tal vez, no estoy sola.

DÉCIMO SEXTO DÍA DE AISLAMIENTO
2020, año del Señor.

He perdido la noción del tiempo. No sé si han pasado horas o días desde que escuché aquel ruido en la cocina. Al principio pensé que era solo mi imaginación, una trampa que me tendía el aislamiento. Pero ahora no estoy tan segura.

Anoche, después de cerrar el libro, los ruidos se hicieron más insistentes. Pasos ligeros, casi imperceptibles, pero presentes. Creí escuchar la puerta del apartamento crujir, como si alguien, o algo, intentara abrirla. Fui hasta allí, despacio, con la espalda pegada a la pared. Mi corazón latía tan fuerte que me dolía el pecho. Cuando por fin alcancé la puerta, estaba cerrada. Completamente cerrada. Aún así, pasé el cerrojo, por si acaso.

Me dije a mí misma que debía dormir, que el sueño y la falta de contacto humano me estaban afectando más de lo que pensaba. Pero la noche fue larga, y el sueño nunca llegó. Me quedé tumbada en la cama, con los ojos bien abiertos, sintiendo esa presencia. Sabía que estaba ahí, en algún rincón de la casa. La sombra de alguien que no debería estar.

Hoy, ya es el día dieciséis. Me lo repito en un esfuerzo por mantenerme cuerda. Es solo otro día más, me digo. Las horas pasan como en una película en cámara lenta, una mezcla de silencio y tensión. Intento seguir una rutina. Me lavo la cara, hago café —agua caliente con un poco de cacao, una imitación patética—, y luego me siento junto a la ventana. Pero algo está mal. Ya ni siquiera las calles vacías me tranquilizan.

Me vuelvo a preguntar: ¿Será esto un sueño? ¿O el fin del mundo ha llegado y simplemente no me he dado cuenta?

El libro de Desnos sigue sobre la mesa, abierto en la última página que leí. No quiero volver a él. Es como si su contenido hubiera traspasado las palabras y ahora viviera aquí, entre estas cuatro paredes. Jack el Destripador… un asesino invisible. Algo que acechaba a sus víctimas sin que ellas pudieran verlo venir.

El pensamiento me atraviesa como un escalofrío. Me levanto de un salto y voy hacia la cocina. Necesito comprobar que todo esté en su lugar. El fregadero, la nevera, los platos… todo parece normal, pero no puedo quitarme esa sensación de encima.

Y entonces lo oigo de nuevo. Esa vez es claro, inequívoco. Un ruido proveniente del pasillo, justo afuera de mi puerta. Como si alguien rozara la madera con los dedos.

Mis manos tiemblan cuando agarro el picaporte. Lo giro despacio, pero no abro del todo. Solo una rendija, lo suficiente para asomar la cabeza y ver… nada. El pasillo está vacío. No hay nadie. Pero el eco del sonido persiste, como si las paredes mismas estuvieran respirando.

Cierro la puerta rápidamente, mi respiración entrecortada. Me apoyo contra ella, tratando de calmarme. «Es la soledad», me digo. «Es el aislamiento, no hay nadie aquí.»

Pero entonces, veo algo que me paraliza. Un trozo de papel, doblado cuidadosamente, ha aparecido bajo la puerta. No estaba allí antes. Lo sé. Con manos temblorosas, lo recojo. El papel es fino, como los de las libretas antiguas, y tiene una única línea escrita en tinta roja.

«Nos vemos pronto, Mónica.»

Siento un escalofrío recorrerme la columna. No hay firma. No hay explicación. Solo esas palabras, frías y ominosas. Me quedo de pie, el papel aún entre mis dedos, y por primera vez en estos 16 días, me doy cuenta de algo.

No estoy sola. Nunca lo estuve.

©Sandra de Oyagüe


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